¿Cuál es la potencia argumentativa de un nombre y una definición?

Uno de los primeros movimientos que hacemos al argumentar es dar un nombre a aquello de lo que queremos hablar. Pero la lengua nunca es neutra, y en la elección del nombre empezamos a generar posiciones argumentativas. No existen sinónimos en el terreno argumentativo ni palabras dadas, naturales. Así, por ejemplo, no es lo mismo llamar a los productos químicos que se utilizan en la agricultura para obtener mayores rendimientos en la producción, fertilizantes, herbicidas, agroquímicos o agrotóxicos. La primera palabra pone el acento en la acción de hacer más fértil la tierra (carga con una valoración positiva); la segunda enfoca en el hecho de la eliminación de hierbas o insectos que pueden dañar el crecimiento de la planta (carga con una doble valoración: desde el sentido común valoramos positivamente la eliminación de insectos o plagas; desde la perspectiva ecológica introduce el sentido de transformación del ecosistema). La tercera es un genérico que intenta borrar todo tipo de connotación aludiendo al origen del producto (es un producto industrial creado para uso agrícola); y la cuarta es su contraparte: a esa palabra neutralizada por el lenguaje de la ciencia le opone otro genérico pero netamente connotativo, esta vez enfocado en la consecuencia (la toxicidad enunciada en el nombre es consecuencia de ese origen químico). La lucha por el nombre, por cómo nombrar aquello de lo que estamos hablando en la agricultura, ha sido una lucha argumentativa muy sensible en nuestro país en los últimos años y permite ver dos aspectos muy interesantes de la cuestión: a) instalar un nombre es instalar una posición argumentativa, b) estas luchas argumentativas se desarrollan en un tiempo largo, no ocurren de una vez y para siempre.  

Asociado al hecho de nombrar aparece la acción de definir. Definimos un tema, un objeto y a partir de allí entablamos la discusión. Para comenzar a discutir argumentativamente es necesario que exista cierto acuerdo acerca del tema en cuestión. Por ejemplo, en un debate sobre los impuestos, podemos comenzar diciendo: “los impuestos, ese dinero que cada ciudadano debe aportar al Estado para garantizar servicios públicos para toda la comunidad”; o decir: “los impuestos, ese dinero que el Estado roba a los ciudadanos”; o decir: “los impuestos, ese mal necesario que estamos dispuestos a pagar para vivir en sociedad.” Cada uno de estos comienzos generará inmediatamente reacciones en el auditorio: acuerdos, desacuerdos, objeciones; y delimitará la dirección y alcance de la discusión.

Algunas definiciones, más que otras, presuponen aspectos  que debieran ser alcanzados al final de una argumentación, y no al comienzo. Ser un “mal necesario” o un “dinero robado” es una definición que lleva en sí mismo una interpretación, es decir, elementos que previamente debieran ser argumentados. En estos casos, cuando se “saltea” la argumentación, se habla de definiciones tendenciosas. O más tendenciosas, deberíamos decir, porque sabemos que no existe la “no tendencia” en el terreno de las palabras. Pero atención, asumir la pluralidad de sentidos en permanente búsqueda de consenso, no implica necesariamente el “todo vale”. Sería muy útil que al participar en una discusión estuviéramos muy pendientes de cómo se inicia, de cómo se nombra el objeto a debatir, para evitar la manipulación tendenciosa y el saltear pasos argumentativos. Nombrar y definir son los primeros movimientos argumentativos, y por lo tanto, merecen toda nuestra atención; no debemos tomarlos como algo dado que no merece ser cuestionado o alterado.

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